Desde pequeño fui muy aficionado a los trenes.
Me sentaba en la estación y los veía pasar. Siempre envidiaba aquella gente que subía y bajaba con esfuerzo sus equipajes, sus ilusiones. Me preguntaba qué habían hecho para poder estar en ese tren de aventuras y yo no.
Pasó el tiempo y la vida me dirigió hacia otros lugares donde me mantenía muy ocupado, intensamente concentrado en lo que hacía y las rutinas de iban sucediendo a medida que crecía. Reconozco que me gané la vida con más o menos dificultades y fui creciendo personal y profesionalmente.
Visité muchas culturas, aprendí lo que la vida me enseñaba y era feliz. Aunque ya no tuve tiempo de sentarme a ver pasar los trenes.
Y de repente, un día regresé a casa muy frustrado. Me había entregado en cuerpo y alma para sacar adelante mil proyectos, mi casa y mi familia.
Pero desde ese día, ya no contaban conmigo. Y ya no era feliz.
Ahora que podía disponer libremente de mi tiempo, volví a aquella estación a ver pasar los trenes. Recuperaba mi afición y ahora entendía por qué aquella ajetreada gente que subía y bajaba, disfrutaba con los viajes en su tren.
Cada parada era distinta y en cada una recogían y dejaban algo. Se les veía felices.
Así que, sin pensarlo demasiado, decidí subirme a aquel tren.
Inicialmente, también tuve que pedir ayuda con el equipaje -que aunque escaso- era nuevo para mí. Y fui aprendiendo. Había mucha gente y mis compañeros de viaje me ayudaron al principio.